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Opinión: España contra Cataluña

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Martin Muno
30 de septiembre de 2017

Se ha roto tanta porcelana en España que ya da igual si este 1 de octubre gana el “sí” o el “no” en el referendo independentista catalán, comenta Martin Muno, sin eximir de culpa a ninguna de las partes en discordia.

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Imagen: picture-alliance/Zumapress/M. Oesterle

Todas las instrucciones que dio el presidente del Gobierno español, Mariano Rajoy, en los últimos días para evitar que se consumara el referendo en torno a la independencia de Cataluña deben haber alegrado mucho a Carles Puigdemont, máxima autoridad de la comunidad autónoma, aunque éste no lo demostrara. Enviar policías y guardias civiles adicionales al territorio catalán, ordenar tomar por asalto locales supuestamente usados como centros de votación, mandar a arrestar a un alcalde… El Gobierno central de Madrid parece esmerarse en atizar y fortalecer el odio de los catalanes por la Madre Patria.

 

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En ese sentido, Rajoy se asemeja a los populistas que le echan leña al fuego y después se quejan del calor. Y es que su formación, el conservador Partido Popular, es corresponsable del progresivo fortalecimiento de los separatistas catalanes.

La oportunidad perdida

Cabe recordar que, en 2006, el Parlamento español y el catalán aprobaron un abarcador estatuto de autonomía para la región que luego fue bendecido por sus habitantes en un plebiscito. En ese estatuto, Cataluña pasó a ser definida como “nación”. En aquel momento se tenía la impresión de que ese documento podía cerrar la profunda brecha que se abrió entre Barcelona y Madrid durante la Guerra Civil y la longeva dictadura de Franco.

Pero el Partido Popular, con Rajoy a la cabeza, introdujo una querella contra el estatuto en cuestión ante el Tribunal Constitucional. En 2010, la corte dictaminó que artículos fundamentales del documento no tenían fuerza de ley. En lugar de reforzar la regionalización, lo que ese veredicto hizo fue recentralizar competencias. Las consecuencias de esa moción se sienten hasta el día de hoy: antes de la sentencia, sólo 14 de los 135 diputados del Parlamento regional catalán estaban a favor de la secesión; hoy, 72 de ellos –una mayoría absoluta– clama por independencia.

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Martin Muno, comentarista de DW.

¿Acaso sólo habrá perdedores?

Todos los catalanes saben muy bien a qué riesgos se exponen. Es evidente que las relaciones de una Cataluña independiente con el resto de España y con la Unión Europea serían mucho más complicadas. Y el asunto va más allá de si el FC Barcelona dejaría de participar en la Liga Española o en la Liga de Campeones de la UEFA para terminar jugando contra equipos de Sabadell y Girona. El desafío sería enorme porque implicaría que una región del tamaño de Bélgica tendría que construir su propia estructura estatal y enfrentar el desplome de sus vínculos comerciales con sus compatriotas y vecinos de otrora, los comunitarios. La embriagadora celebración de la secesión podría dejar una resaca endemoniada.

El disgusto del Gobierno central de Madrid frente a las ambiciones separatistas es comprensible, considerando que la quinta parte del desempeño económico de España es impulsada por Cataluña. Si esa comunidad autónoma se deslinda del Estado español, éste tardaría mucho más tiempo en salir de la recesión en que se encuentra. Igualmente razonables son las inquietudes de la Unión Europea: la declaración de independencia de Cataluña envalentonaría a quienes lideran movimientos secesionistas en el País Vasco, en el norte de Irlanda, en Tirol del Sur o en Flandes.

¿Es tarde para una salida?

¿Y qué hay del referendo en sí mismo? A juzgar por las redadas y los arrestos más recientes, es muy improbable que éste pueda desarrollarse sin sobresaltos este 1 de octubre. Su resultado, cualquiera que sea, carecerá de peso político y jurídico. Pero, ¿puede el Gobierno de Rajoy evitar que se celebre una consulta popular similar en el futuro? Para lograrlo, tendría que imponer la presencia masiva de la Guardia Nacional en Cataluña por tiempo indefinido. Y las secuelas de una decisión como esa se vieron ya en el País Vasco en la década de los ochenta: un estado de excepción de facto que convirtió hasta a ciudadanos conservadores en simpatizantes de la organización subversiva ETA.