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Rusia, Turquía y el colonialismo 2.0

Kersten Knipp6 de diciembre de 2015

Tras la actual confrontación entre Rusia y Turquía se esconden viejos reflejos imperiales. El afán de preservar el propio prestigio guía las acciones de ambos y le causa mucho daño a toda la región, opina Kersten Knipp.

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Imagen: picture-alliance/dpa/dpaweb

El dolor fantasma es un fenómeno perverso e impredecible. En algunos casos se presenta inmediatamente después de que alguien ha perdido una extremidad y, en otros, mucho más tarde. A veces se disipa rápidamente y a veces no… Si extrapolamos el dolor fantasma de una persona a la sociedad entera, es posible imaginar cuánto tiempo es capaz de perdurar una herida profunda en el inconsciente colectivo. Y la actual colisión de Rusia y Turquía, dos antiguas potencias, nos dan una idea sobre lo longevos y enloquecedores que pueden llegar a ser los tormentos imaginarios.

Ahí está Rusia. Su actual presidente, Vladimir Putin, llegó a describir el desmoronamiento de la Unión Soviética como la más grande catástrofe geopolítica. En 1991, el imperialismo ruso se pasmó y sus Estados satélites cayeron como canicas, saltando en todas las direcciones. Desde entonces, Rusia es sólo Rusia y no un gran imperio. Esos sucesos siguen martirizando al “hombre fuerte” de Moscú. Pero Putin comparte ese dolor con el heredero tardío de otra potencia: Recep Tayyip Erdogan, el jefe de Gobierno de Turquía. Erdogan lamenta pérdidas aún más antiguas que las de Rusia.

Un suplicio antiguo

Hace casi cien años, cuando perdió la Primera Guerra Mundial, el Imperio Otomano vio su territorio cercenado por los vencedores; del antiguo gigante no quedó sino un segmento muy pequeño. No obstante, las ínfulas de grandeza siguen vivas. “A nosotros nos mueve el espíritu que fundó el Imperio Otomano”, declaró Erdogan en noviembre de 2012. ¿No será el dolor fantasma lo que está guiando las acciones de ambos mandatarios? El derribamiento de un avión de combate ruso por parte de las fuerzas armadas turcas en una zona marcada por viejos enfrentamientos apunta en esa dirección.

Kersten Knipp, comentarista de Deutsche Welle.
Kersten Knipp, comentarista de Deutsche Welle.

Rusia y Turquía solían ser archirrivales. Y tanto el territorio que hoy corresponde a Irán, Afganistán y los países balcánicos como la región en torno al Mar Negro solían constituir el campo de batalla donde ambos medían sus fuerzas. De ahí que Moscú y Ankara den la impresión de estar ofreciéndonos un nuevo episodio de aquella historia. Una secuela. Hombro a hombro con Irán, Rusia inició una política de expansión y Turquía se mostró en actitud defensiva; los turcos buscan aferrarse a la delineación de fronteras de los años veinte para no perder aún más suelo patrio.

La gran misión

En Ankara se teme que, si llegan a fundar un Estado propio, los kurdos reduzcan aún más el tamaño de la herencia dejada por el Imperio Otomano. Pero es mucho lo que está en juego para todas las partes aludidas y, por eso, ahora, Turquía asume una posición ofensiva. Cuesta describir como casualidad el hecho de que la guerra interina entre Rusia y Turquía se concentre en la región de Bayirbucak, en el noroeste de Siria. Los turcumanos que allí viven son percibidos, desde una grandilocuente perspectiva turca, como una cabeza de puente que apunta hacia Estambul.

Es precisamente el surgimiento de esa esfera de influencia turca la que el líder sirio Bashar al-Assad quiere evitar en lo que quede de Siria después de la guerra que allí tiene lugar. Es por eso que, con ayuda de los rusos, el régimen de Assad lucha contra los turcumanos, quienes a su vez están alzados en armas contra Assad. En lo que respecta a Moscú, si sus cálculos salen bien, también Rusia tendrá una enorme influencia en la región. En otras palabras: el colonialismo de antaño está más vigente que nunca. Quienes han salido perdiendo son los sirios que huyen al mismo tiempo de Assad y de Estado Islámico.

Por cierto, la milicia terrorista hablaba en serio cuando cambió su nombre de “Estado Islámico en Irak y Siria” a “Estado Islámico” a secas, sin distinguir fronteras nacionales. Eso lo demostraron en las semanas pasadas. De esa manera nos recuerdan, con talante cínico, que el colonialismo siempre ha sido y será una empresa riesgosa, tanto en tiempos modernos como en tiempos postmodernos. Sólo queda esperar que los dolores reales pronto sean más fuertes que los dolores fantasmas. Cuando ese sea el caso, quizás se riegue la voz de que el “gran juego” del siglo XIX no soporta una nueva edición.

Quizás se riegue la voz también sobre la importancia de armar un frente común contra el terrorismo: contra el practicado por el dictador sirio y contra el de los yihadistas que Assad conjuró hace algunos años.