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Los mágicos trabajos de las bordadoras de Copiulemu

Natalia Messer
21 de septiembre de 2018

Hace cuatro décadas que un grupo de bordadoras, guiadas por una artista alemana, viene cultivando una auténtica y colorida costumbre en el centro sur de Chile.

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Trabajo de las bordadoras de Copiulemu, Chile.
Trabajo de las bordadoras de Copiulemu, Chile.Imagen: DW/N.Messer

Al lado de un bosque, muy cerca de la cordillera, en Copiulemu, que en la lengua de los indígenas mayoritarios de Chile, los mapuche, significa "bosque de copihues”, un grupo de 30 bordadoras destaca con coloridas e ingeniosas creaciones.

Sus arpilleras son elogiadas por el mundo. Están rellenas de árboles, carretas, flores −como el tradicional copihue chileno− pájaros, vacas y otros animales tejidos a lana. En 2010, la Unesco les entregó el sello de excelencia de artesanía.

Las bordadoras de Copiulemu, una región del Bio-Bio chileno, tienen cuatro décadas de historia. Todo su conocimiento y técnica ha sido traspasado de madre a hija y de hija a nieta. Un legado familiar que hoy se intenta proteger para que no muera.

Pero los bordados de Copiulemu no son una excepción. En otras localidades chilenas, como Isla Negra o Ninhue, también se borda, y muchas de sus piezas son exportadas a países como Alemania, Estados Unidos y Rusia. El origen de esta costumbre se vincula con los pueblos originarios.

La magia de los hilos y los nudos

Los indígenas de América estaban muy interesados en toda la magia y simbología detrás de los hilos y nudos. Muchas de sus valiosas piezas bordadas, como fundas de cuchillos, zapatos tipo mocasines, mantas y joyerías, se exponen hoy en diferentes museos del mundo.

Los bordados de Copiulemu también lucen y llaman la atención en otras latitudes. En Chile, además, las bordadoras serán recordadas por su participación en la confección de un tapiz Papal, en 1987, con motivo de la visita de Juan Pablo II a ese país.

Detrás de esta obra popular, el trabajo social de la artista alemana Rosmarie Prim destaca, tanto como gestora de la tradición −ella agrupó a las bordadoras− como también por ser una guía e influencia permanente para todo el grupo de mujeres.

El grupo en pleno de las bordadoras de Copiulemu: en el centro, Rosmarie Prim.
El grupo en pleno de las bordadoras de Copiulemu: en el centro, Rosmarie Prim.Imagen: José Carlos Manso

De Alemania a Chile, por amor

La escultora Rosmarie Prim llegó a Chile por amor desde Manderscheid, en el Estado de Renania-Palatinado. En Alemania, había conocido a su esposo, el odontólogo y artista chileno Eduardo Meissner.

"Yo estaba relacionada con Copiulemu porque mis suegros tenían allí un campo. Al poco tiempo, empecé a tomar contacto con la gente del lugar y me di cuenta de la escasez y la falta de recursos presentes”, cuenta a DW Rosmarie.

Durante 1973, Chile estaba convulsionado social y políticamente. De igual forma, la artista viajó a Alemania para visitar a su familia. En Manderscheid, habló con el pastor de la Iglesia Católica para que pidiera a todos los amigos y feligreses una colaboración por los niños de Copiulemu.

Debido a que la donación monetaria fue cuantiosa, se pudo desarrollar un proyecto a escala mayor, relacionado con "eso que tanto le faltaba a Chile: la educación”, como asegura la escultora.

En abril de 1974, Rosmarie Prim fundó en Copiulemu el primer jardín infantil rural de Chile. Se le bautizó con el nombre de "Manderscheid”, como su ciudad de origen.

Al poco tiempo, emprendió más desafíos y, entonces, abrió tres nuevos parvularios en otras localidades del país, también con el apoyo de la iglesia católica chilena y otros actores de la comunidad.

"Antes de Manderscheid, los niños pasaban directamente a primero de enseñanza básica en una escuela rural. Faltaba una disciplina previa y desarrollar habilidades de motricidad fina”, explica a DW.

Las niñas del jardín de infantes Manderscheid, en Copiulemu, aprendiendo a bordar.
Las niñas del jardín de infantes Manderscheid, en Copiulemu, aprendiendo a bordar.Imagen: DW/N.Messer

Mujeres que intercambian experiencias

Pero no solo los niños necesitaban un impulso. Las mujeres también. Para mediados del ‘74, en el inaugurado jardín infantil, donde la mayoría de las bordadoras tenía a sus hijos como alumnos, comenzaron a darse las primeras puntadas de lana.

"En esa época, existía un Centro de Madres que se reunía para hacer algunas artesanías, pero hacía falta continuidad, para que pudiesen generar ingresos extras con sus creaciones. Entonces, un día cualquiera llegué con un saco de harina, aguja, lana multicolor y las invité a crear lo que quisieran en el bordador”, cuenta a DW Rosmarie.

Cada semana, un grupo aproximado de 20 mujeres, de diferentes edades, emprendió un viaje personal en sus propias arpilleras, donde se traspasaron experiencias personales y las más típicas costumbres campesinas, como el arado del suelo o la cosecha de hortalizas.

Maritza Tapia recuerda en detalle todos esos paisajes bordados con animales, personas y flores, como las rosadas buganvilias, que acompañaban siempre las paredes o jardines de las casonas.

"Iba a clases con mi mamá, Blanca, y mi abuela, Juana. Tenía dos años cuando por primera vez tomé una aguja. Me llamaban la atención los colores y los animales que dibujaban, que a veces ni parecían animales”, relata la bordadora a DW.

En 1975 llegó el reconocimiento

Pasaron algunos meses y llegó el reconocimiento. En 1975, las bordadoras tuvieron su primera exposición en Concepción, una ciudad a 30 minutos de Copiulemu, donde, además, vendieron todos sus tejidos. 

Violeta Parra, en un bordado de las bordadoras de Copiulemu, Chile.
Violeta Parra, en un bordado de las bordadoras de Copiulemu, Chile.Imagen: DW/N.Messer

Rosmarie, en su calidad de artista, comenzó a viajar por el mundo, y en cada ocasión promocionaba las creaciones. Los bordados eran cada vez más exhibidos en ferias artesanales de Chile y el extranjero, como en 1989, en el Ibero Club de Bonn, Alemania, y durante 1991, en Nottingham, Inglaterra.

De pronto, una sorpresa llegó en 1987. Con motivo de la visita a Chile del Papa Juan Pablo II, se les encargó a las bordadoras confeccionar un tapiz papal, que incluiría las estaciones del vía crucis y otros temas, algunos de ellos, relacionados con el mundo del trabajo. 

"En dos meses y medio terminaron el tapiz. Fueron 42 bordadoras las que trabajaron día a día en sus casas…el resultado fue mágico”, recuerda la artista alemana.

Un bordado dentro de ese tapiz papal llamó mucho la atención: el "Árbol de la Vida”, de la fallecida bordadora María Riquelme, fue elogiado por su técnica, pero también por retratar fielmente la identidad campesina. 

En la creación, donde abundan las líneas ondulantes de diferentes colores y grosores, danzan armoniosos los copihues, los animales y una ronda de personas que se congrega en torno a un gran árbol.

Stickerinnen aus Copiulemu, Chile
Imagen: DW/N.Messer

La lucha de las agujas

Hoy, las bordadoras de Copiulemu sueñan con salvaguardar la tradición popular. Con las agujas como instrumento, esperan seguir contorneando, coloreando y retratando las costumbres del campo chileno.

Para eso, y desde hace cuatro años, en el mismo parvulario Manderscheid, se enseña a bordar a los niños. Se busca formar una legión de herederos, muy hábiles con la aguja.

"Son bordados que tienen mucho de arte.  Es cierto que hay una parte artesanal, pero ninguna pieza es igual a la otra. Nos tienen catalogadas como algo excepcionalmente original y es por esta rigurosidad de no meterse en la máquina, sino de ser algo libre que dicta el corazón”, recalca la escultora.

Asimismo, en el Museo María Riquelme, ubicado en Copiulemu, cada mes se reúnen las bordadoras. Parece la instancia perfecta para compartir, relajarse y mostrar a Rosmarie los avances de sus creaciones.

Autora: Natalia Messer (CP)

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